Hay que resaltar que el amor tiene que “salir
del pensamiento”: de la idea ilusoria de que uno es bueno porque no mata, ni
roba ni violenta a nadie; o del espejismo de que se es suficientemente bueno
porque se realiza un cierto número de tareas a favor de los parientes, amigos y
conocidos (que nos pueden pagar con la misma moneda). La autenticidad del amor
pide llegar a todos –comenzando lógicamente por los que
están más cerca–; no excluir a nadie, ni siquiera a los enemigos. Se dice que
el mayor desamor es la indiferencia. “No pases indiferente ante el dolor ajeno.
Esa persona, un pariente, un amigo, un colega…, ése que no conoces es tu
hermano"). La autenticidad
cristiana es realmente exigente. No basta “estar seguro” o “convencido” de que
el amor es importante, sino que hay que servir realmente a los demás, y
preferentemente a los más pobres y desfavorecidos. Lo demás no es coherencia,
no es autenticidad. Al menos no es la autenticidad del Evangelio, porque esa, y
no otra, es la “lógica” cristiana: dar gratis y dar primero, dar sin esperar
recompensa ni agradecimientos. “Dar hasta que duela”, según Teresa de Calculta.
Pastoral de Liturgia
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