«Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3)
porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3)
Queridos jóvenes:
Tengo grabado en mi memoria el extraordinario encuentro que vivimos en
Río de Janeiro, en la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. ¡Fue una gran
fiesta de la fe y de la fraternidad! La buena gente brasileña nos acogió con los
brazos abiertos, como la imagen de Cristo Redentor que desde lo alto del
Corcovado domina el magnífico panorama de la playa de Copacabana. A orillas
del mar, Jesús renovó su llamada a cada uno de nosotros para que nos convirtamos
en sus discípulos misioneros, lo descubramos como el tesoro más precioso de
nuestra vida y compartamos esta riqueza con los demás, los que están cerca y los
que están lejos, hasta las extremas periferias geográficas y existenciales de
nuestro tiempo.
La próxima etapa de la peregrinación intercontinental de los jóvenes
será Cracovia, en 2016. Para marcar nuestro camino, quisiera reflexionar con
vosotros en los próximos tres años sobre las Bienaventuranzas que leemos en el
Evangelio de San Mateo (5,1-12). Este año comenzaremos meditando la primera de
ellas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de
los cielos» (Mt 5,3); el año 2015: «Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8); y por último, en el año
2016 el tema será: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia» (Mt 5,7).
1. La fuerza revolucionaria de las Bienaventuranzas
Siempre nos hace bien leer y meditar las Bienaventuranzas. Jesús las
proclamó en su primera gran predicación, a orillas del lago de Galilea. Había un
gentío tan grande, que subió a un monte para enseñar a sus discípulos; por eso,
esa predicación se llama el “sermón de la montaña”. En la Biblia, el monte es el
lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el monte, se presenta como
maestro divino, como un nuevo Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el camino de
la vida, el camino que Él mismo recorre, es más, que Él mismo es, y lo
propone como camino para la verdadera felicidad. En toda su vida, desde
el nacimiento en la gruta de Belén hasta la muerte en la cruz y la resurrección,
Jesús encarnó las Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han
cumplido en Él.
Al proclamar las Bienaventuranzas, Jesús nos invita a seguirle, a
recorrer con Él el camino del amor, el único que lleva a la vida eterna. No es
un camino fácil, pero el Señor nos asegura su gracia y nunca nos deja solos.
Pobreza, aflicciones, humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la
conversión cotidiana, dificultades para vivir la llamada a la santidad,
persecuciones y otros muchos desafíos están presentes en nuestra vida. Pero, si
abrimos la puerta a Jesús, si dejamos que Él esté en nuestra vida, si
compartimos con Él las alegrías y los sufrimientos, experimentaremos una paz y
una alegría que sólo Dios, amor infinito, puede dar.
Las Bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad
revolucionaria, de un modelo de felicidad opuesto al que habitualmente nos
comunican los medios de comunicación, la opinión dominante. Para la
mentalidad mundana, es un escándalo que Dios haya venido para hacerse uno de
nosotros, que haya muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que Jesús
proclama bienaventurados son considerados “perdedores”, débiles. En cambio, son
exaltados el éxito a toda costa, el bienestar, la arrogancia del poder, la
afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.
Queridos jóvenes, Jesús nos pide que respondamos a su propuesta de
vida, que decidamos cuál es el camino que queremos recorrer para llegar a la
verdadera alegría. Se trata de un gran desafío para la fe. Jesús no tuvo miedo
de preguntar a sus discípulos si querían seguirle de verdad o si preferían irse
por otros caminos (cf. Jn 6,67). Y Simón, llamado Pedro, tuvo el valor de
contestar: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn
6,68). Si sabéis decir “sí” a Jesús, entonces vuestra vida joven se llenará de
significado y será fecunda.
2. El valor de ser felices
Pero, ¿qué significa “bienaventurados” (en griego makarioi)?
Bienaventurados quiere decir felices. Decidme: ¿Buscáis de verdad la felicidad?
En una época en que tantas apariencias de felicidad nos atraen, corremos el
riesgo de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida “en pequeño”.
¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes! ¡Ensanchad vuestros corazones! Como decía
el beato Piergiorgio Frassati: «Vivir sin una fe, sin un patrimonio que
defender, y sin sostener, en una lucha continua, la verdad, no es vivir, sino ir
tirando. Jamás debemos ir tirando, sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27 de febrero
de 1925). En el día de la beatificación de Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo
de 1990, Juan Pablo II lo llamó «hombre de las Bienaventuranzas» (Homilía en
la S. Misa: AAS 82 [1990], 1518).
Si de verdad dejáis emerger las aspiraciones más profundas de vuestro
corazón, os daréis cuenta de que en vosotros hay un deseo inextinguible de
felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar tantas ofertas “a bajo
precio” que encontráis a vuestro alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer,
el poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos, podemos experimentar
también momentos de embriaguez, un falso sentimiento de satisfacción, pero al
final nos hacemos esclavos, nunca estamos satisfechos, y sentimos la necesidad
de buscar cada vez más. Es muy triste ver a una juventud “harta”, pero débil.
San Juan, al escribir a los jóvenes, decía: «Sois fuertes y la palabra
de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2,14).
Los jóvenes que escogen a Jesús son fuertes, se alimentan de su Palabra y no se
“atiborran” de otras cosas. Atreveos a ir contracorriente. Sed capaces de buscar
la verdadera felicidad. Decid no a la cultura de lo provisional, de la
superficialidad y del usar y tirar, que no os considera capaces de asumir
responsabilidades y de afrontar los grandes desafíos de la vida.
3. Bienaventurados los pobres de espíritu…
La primera Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de la
Juventud, declara felices a los pobres de espíritu, porque a ellos
pertenece el Reino de los cielos. En un tiempo en el que tantas personas sufren
a causa de la crisis económica, poner la pobreza al lado de la felicidad puede
parecer algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza como
una bendición?
En primer lugar, intentemos comprender lo que significa «pobres de
espíritu». Cuando el Hijo de Dios se hizo hombre, eligió un camino de
pobreza, de humillación. Como dice San Pablo en la Carta a los Filipenses:
«Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo
de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se
despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los
hombres» (2,5-7). Jesús es Dios que se despoja de su gloria. Aquí vemos la
elección de la pobreza por parte de Dios: siendo rico, se hizo pobre para
enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el misterio que
contemplamos en el belén, viendo al Hijo de Dios en un pesebre, y después en una
cruz, donde la humillación llega hasta el final.
El adjetivo griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado
material, sino que quiere decir “mendigo”. Está ligado al concepto judío de
anawim, los “pobres de Yahvé”, que evoca humildad, conciencia de los propios
límites, de la propia condición existencial de pobreza. Los anawim se
fían del Señor, saben que dependen de Él.
Jesús, como entendió perfectamente santa Teresa del Niño Jesús, en su
Encarnación se presenta como un mendigo, un necesitado en busca de amor. El
Catecismo de la Iglesia Católica habla del hombre como un «mendigo de Dios»
(n.º 2559) y nos dice que la oración es el encuentro de la sed de Dios con
nuestra sed (n.º 2560).
San Francisco de Asís comprendió muy bien el secreto de la
Bienaventuranza de los pobres de espíritu. De hecho, cuando Jesús le habló en la
persona del leproso y en el Crucifijo, reconoció la grandeza de Dios y su propia
condición de humildad. En la oración, el Poverello pasaba horas
preguntando al Señor: «¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida
acomodada y despreocupada para desposarse con la “Señora Pobreza”, para imitar a
Jesús y seguir el Evangelio al pie de la letra. Francisco vivió inseparablemente
la imitación de Cristo pobre y el amor a los pobres, como las dos
caras de una misma moneda.
Vosotros me podríais preguntar: ¿Cómo podemos hacer que esta
pobreza de espíritu se transforme en un estilo de vida, que se refleje
concretamente en nuestra existencia? Os contesto con tres puntos.
Ante todo, intentad ser libres en relación con las cosas. El
Señor nos llama a un estilo de vida evangélico de sobriedad, a no dejarnos
llevar por la cultura del consumo. Se trata de buscar lo esencial, de aprender a
despojarse de tantas cosas superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la
codicia del tener, del dinero idolatrado y después derrochado. Pongamos a Jesús
en primer lugar. Él nos puede liberar de las idolatrías que nos convierten en
esclavos. ¡Fiaros de Dios, queridos jóvenes! Él nos conoce, nos ama y jamás se
olvida de nosotros. Así como cuida de los lirios del campo (cfr. Mt
6,28), no permitirá que nos falte nada. También para superar la crisis económica
hay que estar dispuestos a cambiar de estilo de vida, a evitar tanto derroche.
Igual que se necesita valor para ser felices, también es necesario el valor para
ser sobrios.
En segundo lugar, para vivir esta Bienaventuranza necesitamos la
conversión en relación a los pobres. Tenemos que preocuparnos de ellos, ser
sensibles a sus necesidades espirituales y materiales. A vosotros, jóvenes, os
encomiendo en modo particular la tarea de volver a poner en el centro de la
cultura humana la solidaridad. Ante las viejas y nuevas formas de pobreza –el
desempleo, la emigración, los diversos tipos de dependencias–, tenemos el deber
de estar atentos y vigilantes, venciendo la tentación de la indiferencia.
Pensemos también en los que no se sienten amados, que no tienen esperanza en el
futuro, que renuncian a comprometerse en la vida porque están desanimados,
desilusionados, acobardados. Tenemos que aprender a estar con los pobres. No nos
llenemos la boca con hermosas palabras sobre los pobres. Acerquémonos a ellos,
mirémosles a los ojos, escuchémosles. Los pobres son para nosotros una ocasión
concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar su carne que sufre.
Pero los pobres –y este es el tercer punto– no sólo son personas a las
que les podemos dar algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que
enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría de los pobres! Un
santo del siglo XVIII, Benito José Labre, que dormía en las calles de Roma y
vivía de las limosnas de la gente, se convirtió en consejero espiritual de
muchas personas, entre las que figuraban nobles y prelados. En cierto sentido,
los pobres son para nosotros como maestros. Nos enseñan que una persona no es
valiosa por lo que posee, por lo que tiene en su cuenta en el banco. Un pobre,
una persona que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su dignidad. Los
pobres pueden enseñarnos mucho, también sobre la humildad y la confianza en
Dios. En la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14), Jesús
presenta a este último como modelo porque es humilde y se considera pecador.
También la viuda que echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo es un
ejemplo de la generosidad de quien, aun teniendo poco o nada, da todo (cf. Lc
21,1-4).
4. … porque de ellos es el Reino de los cielos
El tema central en el Evangelio de Jesús es el Reino de Dios. Jesús es
el Reino de Dios en persona, es el Enmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el corazón
del hombre donde el Reino, el señorío de Dios, se establece y crece. El Reino es
al mismo tiempo don y promesa. Ya se nos ha dado en Jesús, pero aún debe
cumplirse en plenitud. Por ello pedimos cada día al Padre: «Venga a nosotros tu
reino».
Hay un profundo vínculo entre pobreza y evangelización, entre el tema
de la pasada Jornada Mundial de la Juventud –«Id y haced discípulos a todos los
pueblos» (Mt 28,19)– y el de este año: «Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). El Señor
quiere una Iglesia pobre que evangelice a los pobres. Cuando Jesús envió a los
Doce, les dijo: «No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco
alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el
obrero su sustento» (Mt 10,9-10). La pobreza evangélica es una condición
fundamental para que el Reino de Dios se difunda. Las alegrías más hermosas y
espontáneas que he visto en el transcurso de mi vida son las de personas pobres,
que tienen poco a que aferrarse. La evangelización, en nuestro tiempo, sólo será
posible por medio del contagio de la alegría.
Como hemos visto, la Bienaventuranza de los pobres de espíritu orienta
nuestra relación con Dios, con los bienes materiales y con los pobres. Ante el
ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de cuánta necesidad tenemos de
conversión, de hacer que la lógica del ser más prevalezca sobre la del
tener más. Los santos son los que más nos pueden ayudar a entender el
significado profundo de las Bienaventuranzas. La canonización de Juan Pablo II
el segundo Domingo de Pascua es, en este sentido, un acontecimiento que llena
nuestro corazón de alegría. Él será el gran patrono de las JMJ, de las que fue
iniciador y promotor. En la comunión de los santos seguirá siendo para todos
vosotros un padre y un amigo.
El próximo mes de abril es también el trigésimo aniversario de la
entrega de la Cruz del Jubileo de la Redención a los jóvenes. Precisamente a
partir de ese acto simbólico de Juan Pablo II comenzó la gran peregrinación
juvenil que, desde entonces, continúa a través de los cinco continentes. Muchos
recuerdan
las palabras con las que el Papa, el Domingo de
Pascua de 1984,
acompañó su gesto: «Queridos jóvenes, al clausurar el Año Santo, os confío el signo de este Año
Jubilar: ¡la Cruz de Cristo! Llevadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y
anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y
redención».
Queridos jóvenes, el Magnificat, el cántico de María, pobre de espíritu,
es también el canto de quien vive las Bienaventuranzas. La alegría del Evangelio
brota de un corazón pobre, que sabe regocijarse y maravillarse por las obras de
Dios, como el corazón de la Virgen, a quien todas las generaciones llaman
“dichosa” (cf. Lc 1,48). Que Ella, la madre de los pobres y la estrella
de la nueva evangelización, nos ayude a vivir el Evangelio, a encarnar las
Bienaventuranzas en nuestra vida, a atrevernos a ser felices.
Vaticano, 21 de enero de 2014, Memoria de Santa Inés, Virgen y Mártir
FRANCISCO
Funte: http://www.vatican.va
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