Amar a Dios con toda la mente exige conocer del modo más extenso y profundo posible los misterios del Ser de Dios y de sus obras. No se puede amar -ni dar a conocer- lo que no se conoce. "No se comprende que un cristiano diga que ama a Jesucristo y no tenga deseos de conocerle".
La ignorancia es el gran enemigo de Dios en el mundo, y es preciso ahogar el mal en abundancia de bien. Es lógico que Dios haya querido para nosotros una formación doctrinal-religiosa muy profunda, que nos exige esfuerzo. Pero no podemos esperar "unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por que darnos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar.
Importancia y necesidad de la formación en la fe
«Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1Ped 3,15). Esta era la invitación de Pedro a los primeros cristianos que debían moverse en un mundo pagano y hostil. Un mundo que guarda muchas semejanzas con el nuestro y en el que, no obstante la acción transformadora del cristianismo durante veinte siglos, asistimos a un florecimiento de nuevas formas de paganismo y secularismo.
Para poder dar razón de nuestra fe y para vivirla con autenticidad necesitamos primero conocerla y estar convencidos de ella. Ciertamente nuestra fe es un don gratuito que hemos recibido de Dios, pero esto no significa que haya de ser irracional y ciega. Tenemos motivos para creer.
Vivimos en un ambiente en el que continuamente se ponen en tela de juicio e incluso se atacan frontalmente nuestras creencias y valores más importantes. Está cada vez más difundida una mentalidad y un estilo de vida contrarios al Evangelio y a la verdadera dignidad de la persona humana. Y esto lo constatamos no sólo en algunos medios de comunicación y campañas publicitarias, o en los programas de educación y en la legislación de algunos gobiernos, sino incluso en las conversaciones ordinarias con los compañeros de trabajo o con los amigos. Da la impresión de que ser «moderno» y «católico» se contraponen, más aún, que son realidades incompatibles.
Muchos, ante esta situación, se sienten confundidos y no saben cómo reaccionar a los problemas. Otros se limitan a encogerse de hombros en silencio o, a lo sumo, responden con un «la Iglesia lo dice», pero no saben por qué lo dice y ni siquiera se lo han planteado. Algunos parece que viven su fe y su condición de católicos con un cierto complejo de inferioridad, como avergonzados por el hecho de serlo. No faltan tampoco los que adoptan la actitud defensiva y se repliegan en un conservadurismo de tinte radical y polémico; alzan la voz pero no los argumentos y el efecto que obtienen en ocasiones es el contrario. Porque la verdad cuando es proclamada sin caridad deja de ser cristiana.
Quizá los fenómenos más difundidos en nuestra sociedad, sobre todo en los países más desarrollados, sean el subjetivismo religioso y el «ateísmo práctico». El subjetivismo en campo religioso es fruto de una concepción de la fe como un mero sentimiento o convicción subjetiva, y no como una aceptación firme de cuanto Dios nos ha revelado y la Iglesia nos transmite. Por eso hoy día hay tantos hombres y mujeres, incluso católicos, que se crean una «religión a la carta», un catolicismo según los propios gustos. El ateísmo práctico se da cuando, aun aceptando teóricamente a Dios y las verdades que la Iglesia nos transmite, se vive la vida personal, familiar y profesional guiados por valores e intereses contrarios al Evangelio.
Hay también quien sucumbe al escepticismo y renuncia a conocer la verdad. Esta indiferencia ante la verdad es una manera cómoda e infantil, por no decir egoísta, de afrontar la vida; además de no resolver los interrogantes profundos de la existencia humana, no conduce a esa felicidad que sólo puede hallarse en la posesión de la verdad. A pesar de todos estos fenómenos, existen también, gracias a Dios, los católicos que viven su fe con alegría y convicción. Conocen su fe, buscan vivirla con autenticidad y son capaces de comunicarla a cuantos viven a su alrededor. Estos son un consuelo y una grandísima esperanza para Cristo y para la Iglesia.
Resulta cada vez más evidente, queridos hermanos, que difícilmente podremos vivir nuestra fe, y menos aún dar testimonio convincente de ella ante los demás, si no la conocemos. Me pregunto cuántos de nosotros tenemos un conocimiento al menos suficiente de las verdades de la fe y de la moral católica. Cuántos seríamos capaces de exponer de manera convincente, por ejemplo, la postura de la Iglesia sobre el celibato sacerdotal o el sacerdocio femenino, sobre la indisolubilidad del matrimonio, el aborto, la anticoncepción, etc. Y pasando al campo doctrinal, me pregunto cuántos de nosotros tenemos un conocimiento preciso sobre la historicidad de los evangelios, la divinidad de Jesús, la necesidad de la Iglesia para la salvación, la doctrina sobre los sacramentos.
No es fácil en la actualidad encontrar católicos bien preparados, con las ideas claras. Y para ello no basta con la catequesis que recibimos de niños. Resultaría ridículo, aparte de imposible, querer ponernos el vestido de nuestra primera comunión; igualmente resultaría ridículo responder a los interrogantes de nuestra vida adulta con los simples conocimientos aprendidos en la infancia. «Cuando yo era niño –nos confiesa san Pablo-, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño» (1Cor 13,11). A la edad adulta corresponde una fe adulta, es decir, cultivada y profundizada con seriedad y método. Y esto sólo se logra con la oración y con una formación permanente y metódica.
Cada vez me convenzo más de que muchos casos de abandono de la Iglesia o de enfriamiento en la fe tienen su causa, en el fondo, en un insuficiente conocimiento de la misma. No se conoce la fe. En ocasiones se desconoce el credo, cuántos son los sacramentos o los mandamientos de la ley de Dios, cómo se desarrolló la vida de Jesús. En estos casos me parecen comprensibles las defecciones, porque una fe que no se conoce no se aprecia ni se defiende. Sería más justo afirmar que no es la fe católica la que no les convence sino, más bien, la visión parcial que de ella se han creado.
¡Qué importante es cultivar nuestra fe también con una buena preparación doctrinal! Si en el campo profesional, la ignorancia y el no estar al día en los problemas y en las nuevas técnicas pueden costar caro, la ignorancia en el campo de la fe y de la moral es todavía más perniciosa, pues del modo como vivamos ahora nuestra relación con Dios depende nuestra eternidad.
Son muy elocuentes y claras, al respecto, las palabras que el Card. Ratzinger pronunció en su homilía durante la misa inicial del cónclave que lo elegiría Papa (18 de abril de 2005): «La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido agitada con frecuencia por estas ondas, llevada de un extremo al otro, del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. (…) Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar “aquí y allá por cualquier viento de doctrina” parece la única actitud a la altura de los tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida solo al propio yo y a sus deseos. Nosotros, sin embargo, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. El es la medida del verdadero humanismo. “Adulta” no es una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad: adulta y madura es una fe profundamente enraizada en la amistad con Cristo».
Estimados hermanos, la falta de formación debida a la negligencia personal no se suple con nada, ni siquiera con la buena voluntad. Por el contrario, la santidad y la buena preparación son un instrumento maravilloso en las manos de Dios.